Aún no sé cómo contar esta historia sin que duela. Quizá el
dolor sea precisamente el punto. Qué increíble escribir este cuento en medio
del tsunami que, a lo lejos, veo acercarse.
Todo comenzó con un recuadro en Facebook. Como pasa desde
hace tiempo, entré para repartir likes a las fotos en las que
mi mamá me etiqueta. De pronto, lo encontré: ahí estaba él, patinando de
espaldas. Sonreí... con esa sonrisa que el tiempo no pudo borrar.
La última vez que recuerdo haberle escrito —fuera de un cumpleaños— fue hace casi diez años, para felicitarlo por su boda. Le dije que le deseaba toda la felicidad del mundo, que su esposa era muy bonita, como una modelo. Respondió agradeciendo.
Al verlo en patines, algo se encendió. Fue como si mi alma estuviera dormida y despertara. Sentí un toque eléctrico que me recorrió el cuerpo, que hizo latir mi corazón con mucha fuerza. Llevo años queriendo volver a patinar, como cuando era niña, cuando mis pies dibujaban círculos audaces y el aire olía a libertad. Ya de adulta, descubrí que el cuerpo olvida.
Le escribí, bromeando con su publicación: "¡No
eres feo! ¿Y eso de que patinas?". Él rio: "Nunca lo
fui". Y era cierto. Siempre me pareció bonito, desde hace veinte años, cuando nos conocimos en
ese call center donde trabajábamos. Dos amigos —tímidos, torpes— sepultando "un amor" no dicho bajo tardes eternas de llamadas
telefónicas, canciones con guitarra y una química que traspasaba la distancia.
Estoy segura de que nos tocábamos el alma.
Después de chulearle el trasero, los mensajes se
multiplicaron. Se divorció hace siete años y, "al parecer", seguíamos sintiendo
cosas los dos. Quise ser prudente y respetuosa de mi situación: "Solo puedo ofrecerte mi amistad muy sincera, por ahora. Necesito higiene emocional para lo que viene". Aun así,
seguimos. Diría que con tal intensidad, que el fósforo que él representó para despertar a mi alma dormida se convirtió en una llamarada que lo quemó todo.
Cada vez más frecuentes los mensajes, cada vez más cercanos.
Aprendí a corresponder sus palabras cariñosas. Por primera vez, le dije "mi
amor" a alguien en mi vida. Él me dio toda la ternura del mundo:
sin prisa, atención sin condiciones. Hablamos de ese sentimiento antiguo;
seguía ahí. Lo sabíamos. Para mí no era un juego. "Siento que estoy en la
cima de un tobogán —le dije un día—. Si me suelto, te querré para siempre en mi
vida. Espera abajo, por favor. No juegues conmigo. No me sueltes nunca". "Lo
mismo te pido", respondió. "En julio puedo iniciar el
trámite del divorcio y estaré disponible para verte, para besarte, para
abrazarte. ¿Puedes esperar hasta entonces?". "Chi", respondió [jaja,
ahora que lo pienso... ahí estaba la clave de su juego, y no me di cuenta. Qué
idiota soy].
Y así, construimos un universo paralelo: buenos días al
despertar, llamadas esporádicas, cada vez más necesitados de hablarnos, de
oírnos (hasta seis horas, como adolescentes). Fue como haber vuelto en el tiempo, a aquellas tardes de llamadas. Había muchas risas, mucha música. Él estaba para mí y yo estaba para él. Esa compañía limaba los bordes de
mi matrimonio vacío. Sus "besos en tu
boquita", sus "tequieros" al oído, todos
los "te extraño" eran un bálsamo. Lo sentía de verdad.
Futureábamos con hacer viajes juntos, quería llenar maletas de risas y experiencias compartidas. Fue lindo volver a sentirme querida. Teníamos tantas primeravez por descubrir. Me ilusionó muchísimo.
Creí en constelaciones. Hablábamos de vidas pasadas como si lo que estábamos viviendo no perteneciera a este mundo. Éramos dos almas que nos habíamos buscado en otras vidas, que por fin nos encontrábamos y que lo seguiríamos haciendo, porque esta conexión trascendía en el tiempo. Podía verme feliz a su lado. En calma. Caminando juntos. Queriéndonos... besándonos. ¿Dos meses para tenerlo? Un instante y, a la vez, toda una vida. Ojalá hubiera podido cerrar y abrir los ojos y haber resuelto todo, estar disponible para él, para todo y tenerlo para mí.
Un divorcio, con todo lo que ello implica, eran nada y valían toda la pena del mundo si yo lo iba a tener tomándome la mano.
Pero de pronto, sin explicación, desapareció.
Él fue un relámpago. Iluminó todo por un instante y, al
apagarse, me dejó en la oscuridad. Probablemente su función no era
quedarse, sino enseñarme a soltar. Prepararme para el maremoto que se acerca.
Mientras tsunami que representa el final de mi matrimonio se alza en el
horizonte, él fue la ola traicionera que me golpeó primero. Esa que te
arrastra, te raspa contra el fondo, te hace tragar sal y miedo. Durante
segundos eternos, el mundo es solo caos: no distingo arriba de abajo, solo esa
voz que grita "Aguanta". Y tal vez canta: "Aguanta,
corazón. No seas cobarde".
No hay lucha posible cuando el agua te rompe las costillas.
Él ya no está. Solo me queda rendirme a la corriente, hasta que pueda vislumbrar —entre
la espuma— un destello de luz.
Le escribí: "¿Qué te hice? Espero que al
menos te dejen respirar" (él dijo que el trabajo lo consumía).
Este mensaje fue mi pataleta contra el mar que me ahoga, mi intento de
aferrarme a "su amor" como si fuera oxígeno. Después de revolcarme en esa ola de ilusiones, quería emerger, toser el agua
salada, ajustarme el bikini imaginario y reír.
Aún estoy aquí. Con las rodillas sangrantes, la piel
ardiendo. Sé que reiré otra vez. Que sobreviviré. Porque siempre hay
más olas. Pero es muy doloroso... nunca me lo imaginé.
Gabriel me rajó como a un jarrón con grietas finas: sigo en pie, pero ya no soporto el peso del agua estancada.
Fue hermoso.
Fue brutal.
Y
me dejó un regalo envenenado: el valor para soltar, para empezar de cero, aun
antes de haber empezado una verdadera historia... una historia física, quiero decir.
Tal vez él fue mi accidente necesario. Fue mi Sirio, la estrella que él mismo me presentó una noche y me mostró el camino. La más brillante. La más bella.
Sigue ahí arriba. Pero tal vez ya no para mí.
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