Aún no sé cómo contar esta historia sin que duela. Quizá el
dolor sea precisamente el punto. Qué increíble escribir este cuento en medio
del tsunami que a lo lejos veo acercarse.
Todo comenzó con un recuadro en Facebook. Yo, desplazándome mecánicamente para dar likes a las fotos etiquetadas de mi mamá, me detuve en seco: ahí estaba Gabriel, patinando de espaldas. Sonreí… con esa sonrisa que el tiempo no pudo borrar. La última vez que le escribí, fue para felicitarlo por su boda. Le dije con nostalgia que le deseaba toda la felicidad del mundo, que su esposa era muy bonita, como una modelo. Sólo me agradeció. Hace casi 10 años de eso.
Verlo ahora sobre ruedas, me atravesó. Tengo muchos años
queriendo volver a patinar, como en mi infancia, cuando mis pies dibujaban círculos
audaces y el aire olía a libertad. Ya de adulta, descubrí que el cuerpo olvida.
Sin embargo, al verlo deslizarse, algo en mí se estremeció. Surgió la esperanza
de que podía volver a intentarlo.
Le escribí, bromeando con su publicación: ¡No eres feo!
¿Y eso de que patinas? Él rio: "Nunca lo fui".
Y era cierto. Nunca lo fue. Ni hace como 20 años, cuando nos
conocimos en ese call center donde ambos trabajábamos. Dos rancheros (tímidos,
torpes), sepultando un amor no dicho bajo horas de llamadas telefónicas,
canciones con guitarra y una química que traspasaba la distancia; estoy segura
de que nos tocábamos el alma.
Después de chulearle el trasero, los mensajes se multiplicaron. Se divorció hace 7 años y al parecer seguíamos sintiendo cosas los dos. Quise ser prudente y mantenerme leal a mi persona, a mis principios: “solo puedo ofrecerte amistad ahora. Necesito higiene emocional para lo que viene". Aun así, seguimos. Diría que con tal intensidad, que el fósforo que él representó para mi alma dormida, se convirtió en una llamarada que lo quemó todo.
Cada vez más frecuentes los mensajes, cada vez más cercano. Aprendí a corresponder sus palabras cariñosas. Por primera vez, le dije "mi amor" a alguien en mi vida. Él me dio toda la ternura del mundo; sin prisa, atención sin condiciones. Hablamos de ese sentimiento antiguo, seguía ahí. Lo sabíamos. Para mí no era un juego. Estoy en la cima de un tobogán, le dije un día. Si me suelto, te querré para siempre en mi vida. Espera abajo, por favor. No juegues conmigo. No me sueltes nunca. Lo mismo te pido, respondió. Le dije: En julio puedo iniciar el trámite del divorcio y estaré disponible para verte, para besarte, para abrazarte. ¿Puedes esperar hasta entonces? Respondió: Chi. [jaja, ahora que lo pienso... ahí estaba la clave de su juego, y no me di cuenta] [qué idiota soy].
Y así, construimos un universo paralelo: buenos días al despertar, llamadas esporádicas, cada vez más necesitados de hablarnos, de oírnos (hasta 6 horas, como adolescentes). Esas risas limaban los bordes de mi matrimonio vacío. Él me cantaba mientras manejaba de regreso a casa; yo, lo esperaba despierta si él tenía cosas qué hacer hasta tarde, aunque el sueño me pesara como piedra sobre la espalda. Sus "besos en tu boquita", sus "tequieros" al oído, todos los "teextraño" eran un bálsamo. Los ronquidos del león que yacía a mi lado en la cama dejaron de importar. Por primera vez en años, dormí en paz. Y eso, lo logró describiendo con mucho detalle cómo me abrazaba y nos acurrucábamos para dormir. Lo sentía de verdad.
Futuréabamos con hacer viajes y cosas. Hablábamos de vidas pasadas pensando que no eran cosas de este mundo; que nos habíamos buscado en otras vidas y que lo seguiríamos haciendo.
Hasta que de pronto, sin explicación, desapareció.
Gabriel fue un relámpago. Iluminó todo por un instante y, al
apagarse, me dejó viendo mejor en la oscuridad. Probablemente su función
no era quedarse, sino enseñarme a soltar. Prepararme para el maremoto que se
acerca: mi divorcio.
Mientras el tsunami del final de mi matrimonio se alza en el
horizonte, él fue la ola traicionera que me golpeó primero. Esa que te
arrastra, te raspa contra el fondo, te hace tragar sal y miedo. Durante
segundos eternos, el mundo es solo caos: no distingo arriba de abajo, solo esa
voz que grita Aguanta. Y tal vez canta: Aguanta, corazón. No seas cobarde.
No hay lucha posible cuando el agua te rompe las costillas.
Él ya no está. Solo me queda rendirme a la corriente, hasta vislumbrar —entre
la espuma— un destello de luz.
Hoy le escribí: "¿Qué te hice? Espero que al
menos te dejen respirar" (él dijo que el trabajo lo consumía).
Este mensaje fue mi pataleta contra el mar que me ahoga, mi intento de
aferrarme a su amor como si fuera oxígeno. Quería emerger, toser el agua
salada, ajustarme el bikini imaginario y reír.
Aún estoy aquí. Con las rodillas sangrantes, la piel
ardiendo. Pero sé que reiré otra vez. Porque sobreviviré. Porque siempre hay
más olas.
Gabriel me rajó como a un jarrón con grietas finas: sigo en
pie, pero ya no soporto el peso del agua estancada. Fue hermoso. Fue brutal. Y
me dejó un regalo envenenado: el valor para soltar, para empezar de cero, aun
antes de haber terminado.
Ahora lo sé: él fue mi accidente necesario. Mi Sirio, la
estrella que me mostró el camino (y que él mismo me presentó una noche). La más
brillante. La más bella.
Sigue ahí arriba. Pero tal vez ya no para mí.
0 Comments