Lluvia de oro

Hubo un tiempo en que creí que el amor era sinónimo de sacrificio. Que aguantar, disimular y perdonar lo imperdonable eran pruebas de lealtad. Me equivoqué.

Ahora, al releer viejos cuentos, encuentro poemas dulces escritos en momentos de dolor y rencor: "Mierda eres y moscas te revolotearán". Y sonrío. No por lo vivido, sino por lo aprendido: el amor no duele, la dignidad no se negocia y solo desde el autorrespeto puedo construir cosas auténticas.

Sí, hubo mentiras, engaños y traiciones. Noches en que mi orgullo tembló al descubrir nuevas capas de su miseria. Pero también llegó el día glorioso en que mi amor propio dijo "hasta aquí" (quizá también dijo "hijodetupmadre").

Hacía tiempo que sentía que ese no era mi lugar. Mi papel de madre era para lOlO, no para otro huérfano al que intenté salvar. Ya no quería ser la chofer de un bulto inconsciente, ni la figurita de esposa perfecta de un pastel de bodas, solo un accesorio para sus fiestas familiares. No tenía dudas, pero lo que me impulsó a actuar fueron varias situaciones que ahora comparto.

Reí al comprender. Sus "trofeos" eran solo autorretratos de su vacío. ¿Las múltiples fotos kleenex con labial? Las vi. ¿El micropene? Lo vi. ¿Mujeres sin rostro y cuerpos decadentes? También. Se les veía el nivel. Me sentí taaaaaaaaaaan afortunadamente lejos. Ninguna lo amaba. Y yo menos. Ahora sé que esas imágenes eran espejos: reflejaban la soledad que le dejo al irme. O quizá me lo invento para sanar... pero en el fondo, sé que es la verdad. Hasta me causa gracia recordarlo.

Tantos  años juntos. Noches de intimidad (siempre cortas). ¿Orgamos en mi vida? Tres, tal vez. Decir cinco sería mentira. Quizá solo uno o dos. El resto era pura frustración: abrir y cerrar de ojos, y todo terminaba. ¿Y yo? ¿Yaaaaaaa? Hasta sin penetración, qué velocidad. Una vez, entre sábanas, me dijo: "¿Por qué no sientes nada? ¿No ves que no me haces sentir hombre?". Callé. Cómo explicarle que en treinta segundos ni siquiera había empezado a existir. Ahora lo digo sin pudor: evitaba sus rincones. Literalmente. Apestaba a mierda —como si el jabón le diera miedo—. Mi terapeuta lo dijo claro: "Cuando ya no soportas el olor de alguien, es la prueba definitiva de que ese no es tu lugar".

Así que se conformó con otras. Mujeres que, supongo, le devolvían la hombría que yo no le regalé. Porque sí, en ese sentido... él fue toda una señorita para mí.

El día que descubrí que los hijos de otra llevaban los nombres que yo había soñado para los míos, sentí un escalofrío. "Dios mío, hasta estando con otra me tiene presente", pensé con horror. Pero mis sueños no son copyright y los míos hacía tiempo que habían caducado.

Ahora escribo mi historia bajo mis propias reglas. Cuando nos separamos por primera vez —cuando lOlO casi cumplía dos años— me preguntaba angustiada: "¿Por qué me hace esto? ¿Qué hice mal?". Hoy la pregunta es otra: "¿Qué me enseña esto?". Y la respuesta es contundente: soy fuerte y merezco algo auténtico.

Gané la guerra. Me convertí en alguien que sus manos jamás volverán a tocar. Soy territorio inalcanzable: una mujer en paz. Ya no temo a la soledad. Mi compañía es ahora un espacio de respeto, risas genuinas y futuro prometedor.

He transmutado el asco en gratitud. Él y sus mujeres fueron el espejo que me mostró todo lo que yo no soy. Y aunque vivimos cosas muy oscuras, de ahí nació lOlO, y esa luz eclipsa todo lo demás.

Escribo mi nuevo capítulo sin odio ni rencor; pero lo más importante: sin dolor, con la certeza de que lo mejor está por venir. Empecé por hacer cosas que había soñado y que él solía sabotear —supongo que el intuía que en esas cosas estaba mi libertad—.

Empecé a nadar. Me acerqué a la alberca con reticencia —Qué asco el caldo de cosas convertidas en agua clorada—, pero me obligué a intentarlo. Entre pataleos torpes y brazadas descoordinadas, descubrí que el cuerpo olvida el peso del dolor al moverse. Ahora, cuando nado, siento que atravieso algo más profundo que el agua: avanzo hacia versiones más livianas de mí misma. El asco sigue, pero me he vuelto cada vez más hábil en cruzar aguas pantanosas. Jaja.

Durante años soñé con volver a patinar, pero el miedo a caerme me paralizaba. Hasta que lo hice. Al principio me aferré a las manos del instructor (antes había intentado con mi "primate", pero terminamos revolcándonos de risa en el suelo gomoso). Hasta que llegó el momento mágico: solté las manos de “El Bebé” y me dejé llevar. La libertad que sentí fue tan pura como en la infancia. Era la libertad que había extrañado. Las caídas ya no me asustan: sé que puedo levantarme.

Ir al cine sola se convirtió en mi primer ritual de libertad. Parece pequeño, pero sabe a victoria: reír sin censura, disfrutar mi compañía sin disculpas. Descubrí que el sonido de mi propio corazón es el mejor acompañante. No necesito a nadie para soñar despierta. Lo he repetido varias veces, me siento feliz.

"Corte y confección" suena a oficio anticuado, pero para mí es un acto de rebelión: transformar retazos en belleza. Pronto mis manos aprenderán a materializar lo que mi alma ya diseña: vestidos que florecen donde antes hubo heridas. Aprenderé no solo para crear mi estilo, sino para coser mis propias alas. Como Frida, jaja.

Tengo una lista de lugares por conocer. Ahora viajaré ligera —sin fantasmas en la maleta—. Aunque aún no parto, ya saboreo mentalmente ese primer desayuno en ciudad extraña, donde nadie me recuerda como "la que aguantó".

Había soñado tanto con un árbol de lluvia de oro.

Un día, sin previo aviso, mi jefa me invitó a la casa de una amiga —qué casa— para elegir árboles que habían rescatado de un viviero que vendieron. Entre tantos ejemplares frondosos, encontré uno moribundo. Sus hojas mustias, su tronco frágil. Pero lo reconocí al instante.

Mi jefa me miró con incredulidad: "¿Ese? ¿Segura?".

Así que me lo llevé. Lo regué con paciencia, año tras año, a pesar del clima, a pesar de las dudas. Hasta que, por fin, esta primavera me dio el mejor regalo.

Ahora, cada mañana, al salir a trabajar, es lo primero que veo: un tronco delgado —joven, como yo— sin una sola hoja, pero cargado de racimos dorados que cuelgan como lágrimas de sol. Y al regresar, exhausta, ahí sigue: erguido, resistiendo el viento, floreciendo sólo para mí.

Le tomo fotos casi a diario. Quiero memorizar cada pétalo, cada destello amarillo, antes de que la temporada termine.

Me parece que ese árbol no estaba muriendo, sólo se estaba desprendiendo de lo viejo. Se estaba preparando para estallar en luz.

Este año floreció.
Yo también.

Soy todas las versiones que sobrevivieron:
La que lloró,
la que patinó torpemente,
la que se regala películas y nachos con queso,
la que un día miró al espejo y reconoció a una mujer que merece todo lo que da






Dicen que nada crece en tierra infértil, pero nadie le advierte a las raíces que el dolor puede convertirse en nutriente y el cemento, en sólo otra capa que romper. Yo he aprendido esto: lo que se trabaja día a día, lo que se riega con paciencia y con amor, tarde o temprano florece


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