Hace mucho descubrí el verdadero retrato de mi Dorian Gray region cuatro. Lo había visto hacía años, escondido tras los rasgos de un amigo, de un primer amor. Once años después, nuestro camino volvió a cruzarse. Y aunque para entonces ya conocía la podredumbre tras la pintura fresca, seguí a su lado. Nunca juzgué a mis amigos por su belleza, sino por su corazón.
A sus treinta y siete, su magnetismo físico persistía. «Pasa la receta», le decía bromeando. «¿Cómo lo haces?». «Nunca me casé, Wen —respondía con una sonrisa rota—. Tal vez ese sea el secreto».
Una noche, lo sentí. Fue como magia. Estaba en La Santa con mis amigos, el lugar estaba a reventar, tanto que decidimos irnos a otro sitio para estar más cómodos. Yo me sentía rara, como si alguna fuerza me jalara. Antes de irnos, quise pasar al baño. Mientras subía las escaleras le escribí: «¿Estás aquí?».
«¿Dónde?», contestó al instante.
«En La Santa. Subí al baño. Si estás, ven a saludarme, porque ya me voy».
Él siempre ha sido un tipo de noches de antro. ¿Qué remota posibilidad había de que esa noche estuviera ahí?
Guardé el celular y entré al baño a mojarme la cara —me sentía sofocada— y al salir, allí estaba. Esperándome al pie de las escaleras, con esa sonrisa que una vez me volvió loca. «Mírate nada más —dijo—. Estás chulísima». Un abrazo rápido, una despedida, y me fui con mis amigos, sintiendo su mirada en la nuca.
Tiempo después, en su bar, la escena se repitió. «¿Qué quieres tomar?». «Agua en las rocas, como siempre». Se rio. Los años pasaban, pero él seguía igual, un Adán cansado pero bien conservado. En sus redes, se pavoneaba junto a amigos envejecidos por la vida, mientras los comentarios llovían: «¿Qué comes, Dorian?». «¿Vendes tu alma?».
A veces me preguntaba genuinamente si se aburriría de tanta atención, de ser el eterno imán de miradas y conquistas vacías.
Pero su belleza era una fachada. Detrás, crecía un hombre amargo, de palabras cortantes como cuchillos. A veces me volvía a decir «me gustas», como si las palabras pudieran borrar el daño. «Ya no es suficiente —le recordaba—. Te quise, y me hiciste mierda el corazón». «Era un pendejo —admitía—, y lo sigo siendo».
Y era verdad.
No recuerdo sus frases exactas, solo el eco de mi propia pregunta: «¿Por qué insistes en destruirme?». Y mi respuesta, cada vez más cansada: «Lo que digas no me lastima, me causa gracia. No hace falta que me destruyas, yo sola puedo». Él, narcisista hasta los huesos, negaba toda intención de herir.
«¿Por qué sigues aquí? —me preguntó una vez—. Hice cosas menores a otras y me bloquearon. Tú eres mi única amiga de toda la vida». «No sé, Dorian —suspiré—. Te tengo cariño a pesar de todo. Tal vez sé que estás roto, que no tienes mucho que dar. Y aún así, solo deseo que sanes, que te enamores con locura, que seas feliz».
Compartíamos nuestras tragedias sentimentales como si fueran cartas de baraja. Él, su desfile de conquistas efímeras. Esta vez, él aún anclado a una ex veinte años menor que lo usó y lo dejó. Yo, con el corazón roto por una ilusión que se esfumó y que me hacía llorar en el trayecto al trabajo cada día.
Él se reía. Lloras por nada, ni siquiera lo viste. Me cansaba de explicarle: no tenía que verlo, una conexión así, aunque sea virtual, no me había pasado nunca. Para mí fue muy real.
Y así seguía. Hasta que un día, se burló de una foto con mi grupo de patines. «Qué gente tan rara —escribió—, parece un grupo de gente de esas que necesitan un abrazo».
Y supe que era el final.
Me reí, pero no de gusto. Era la risa ácida del que descubre una verdad putrefacta. Justo acababa de contarle a Mi Extraño Favorito lo feliz que era con esa gente, lo bien que vibraba con ellos, lo sanador que era patinar y estar con un grupo de gente sin máscaras.
«No lo entenderías —le respondí—. Esta gente tiene otra energía. Cuando estás con ellos, lo único que importa es pasarla bien».
Entonces sacó su artillería pesada: me llamó ególatra, dijo que yo no veía el sufrimiento ajeno. Y, como si fuera un trofeo, me compartió riéndose un audio y una captura de una amiga suya recién parida y en proceso de divorcio porque su marido la golpeaba.
Hdp.
«Parece que tienes tu propia comunidad de gente que necesita abrazos —le respondí—. Me alegra que te tengan. Ojalá sepas sostenerlas, porque siempre ayuda tener a alguien que te diga que todo saldrá bien. Lo que no me causa gracia es que te rías y que ventiles lo que tus amigas te confían. ¡Qué horror!».
«Es solo una referencia —justificó—, para que veas que hay gente en peores condiciones. Tú lloras por algo que ni siquiera pasó».
Y ahí terminé.
Bloqueado.
Eliminado.
Silencio.
Paz.
La belleza física se desvaneció, era natural; el tiempo no perdona. A sus casi sesenta años, la deuda está saldada. Lo físico es efímero, lo sé. Pero lo que no pude soportar ni un segundo más fue la fealdad del alma que por fin atravesó la máscara. Tal vez cuando lo conocí me espantó un poco saber que yo tenía 14 años y él era un señor de 24. Ahora su vejez no me asustaba, sino el retrato visible del vacío y fealdad que siempre llevó por dentro. Eso sí que es más horrible que cualquier arruga, alopecia y piel flácida.
Siempre conocí el verdadero retrato de Dorian Gray, y en él solo vi miseria. Yo le ofrecí bondad, comprensión, amistad sincera. Y él me devolvió vacío.
Que Dios lo bendiga, pero esta señora ya no está para aguantar hijuesdeputa.
Jum!