A veces las historias no terminan cuando una se va dando un portazo; o cuando es abandonada, encerrada en una casa en llamas. A veces tampoco concluyen con un mensaje sin responder. A veces el final llega en una calle cualquiera, bajo un cielo nublado, sin mareas con olas traicioneras y mucho menos tsunamis. Llega sin música. Llega seco, como el pavimento.
Yo creí que mi historia con él había terminado en el mar: en ese naufragio de palabras, promesas y silencios donde quedé flotando a media vida. Pensé que su desaparición era la ola final, la última corriente. Pensé que ya no había nada más que contar.
Me equivoqué.
El cierre verdadero no llegó en la pantalla del celular. Llegó un fin de semana cualquiera, cuando después de casi veinticinco años lo vi. No estaba solo. Me pareció que enseñaba a patinar a una chavita. Entonces vi un patrón que no supe descifrar antes: tal vez no le enseñaba a patinar… tal vez le enseñaba a necesitarlo.
Reconocí el rostro de juventud que recordaba: sin la barba y el bigote canosos, con cabello —no rapado como aparecía en las fotos—. No logro recordar su expresión; ni siquiera su cara con detalle.
Dije su nombre. Se sorprendió.
Le di un abrazo que se sintió como abrazar aire.
No hubo electricidad.
No hubo ola.
No hubo nada.
La marea, al fin, se había ido.
Ella me pareció tierna. Insegura.
De hecho pensé que era su sobrina… hasta que dijo: “Te presento a mi novia”.
Me reí y la abracé también. Curiosamente, ese abrazo fue más cálido que el suyo.
Él me preguntó si ya patinaba, cómo me había sentido, con quién venía.
Nos despedimos y caminaron delante de mí.
Tuve que seguirlos varias cuadras porque iba con mi sobrino.
Noté que, para cruzar la calle, él le pidió la mano. Noté también que llevaba patines nuevos… con la etiqueta colgando. Me reí como cuando descubro que olvidé quitársela a un vestido. Aunque tal vez no lo olvidó: quizá hace publicidad o algo así.
Qué curioso. Era, casi exactamente, el perfil que me llamó la atención en Facebook: aquel viejo amigo que vi de espaldas patinando. La misma espalda que creí destino, ahora era solo parte de la multitud.
Y de pronto recordé escenas de cuando éramos jóvenes: él, mordiéndose las uñas, nervioso, inmaduro. Pensé: la vida tiene maneras crueles —y necesarias— de cuidarnos. A veces te rompe el corazón para que puedas ver al otro tal como es.
Sentí tanta paz de no dejarlo entrar a mi mundo.
Yo quería aprender a patinar.
Quería aprender a nadar.
Él insistió tanto en enseñarme, y yo me empeñé tanto en lograrlo sola.
En ese instante entendí algo: quizá ese era su modus operandi.
Él busca sentirse validado siendo el maestro.
No quería seguir viendo aquel espectáculo.
Cada vez me sentía más lejana. Más desilusionada. Casi asqueada.
Y aun así la vida me acariciaba.
Yo iba acompañada de mi sobrino, esa luz pura que siempre digo que ilumina nuestras vidas.
Pensé: si alguna vez este hombre me dejó en oscuridad cuando aplastó lo que yo creía que íbamos construyendo, hoy camino tomada de la mano de la luz más poderosa que conozco. Ningún faro de puerto puede opacar esta claridad. Ese faro casi me hunde en la locura.
Le dije a mi sobrino: “Tengo mucha sed, ¿qué te parece si paramos en la tienda?”.
Entré también para respirar.
Para darle tiempo a desaparecer de mi vida.
En el reflejo del cristal vi mis ojos.
Muchas veces imaginé volver a encontrarlo.
Creo que hasta recé por ello.
En mis sueños, yo siempre tenía las lágrimas contenidas y a punto de caer.
Otras veces bailaba al verlo, como si mi alma se sincronizara con la suya, como si se alegrara de reconectar con el hilo rojo de todas nuestras vidas.
Pero la realidad fue otra.
Me descubrí en tierra firme.
Ya no me arrastraba el agua; ahora la llevaba embotellada, fría y bajo control.
Ya no me ahogaba: solo tenía sed.
Mi mirada era firme, entera, sin rastro de naufragio.
Mi sobrino y yo seguimos patinando hasta la glorieta principal y regresamos. En nuestro regreso, mi sobrino señaló: “Mira, ahí está tu amigo otra vez”.
La chica miraba al frente y nos observó todo el tiempo. Le hice un gesto de despedida. Ella respondió sonriente. Yo volví la mirada hacia mi sobrino para seguir platicando.
Alcancé a ver de de reojo que él volteó para ver a quién saludaba la chica, pero yo ya no estaba ahí para recibir una mirada más.
Tal vez quise protegerme.
Tal vez quise restarle importancia.
Ya no era Sirio, ni brújula, ni luz.
Ahora era solo un tipo del montón.
Un tipo que enseña a una chica a no caerse.
No busqué su mirada otra vez.
No por orgullo.
Por higiene.
Y entonces ocurrió:
Lo sentí.
El clic.
El cierre.
La paz.
Y me dije, sin decirlo:
Se acabó.
La realidad es así:
Dura como el piso, pero honesta.
No promete mares ni constelaciones.
El pavimento no brilla, pero sostiene.
Hoy entendí algo que mi versión náufraga jamás habría comprendido:
No fue que él prefiriera a otra.
Fue que yo crecí.
Y él no.
Él elige niñas porque le temen al piso.
Y, aunque me dolió admitirlo, yo era demasiada mujer para su tobogán de niño.
Y entonces me inundó la verdad que ahora me habita:
ya no lo necesito,
ya no es grande ante mis ojos,
no encontré al hombre adulto que algún día quise ver frente a frente.
Yo aprendí todo sola:
a quererlo,
a perderlo,
a caer,
a levantarme.
La mujer que soy hoy
no necesita un instructor,
ni un héroe improvisado,
ni un abrazo hueco.
Gracias, Gabrielo,
por el truco barato,
por la estrella falsa,
por la ola que quiso ahogarme.
No sabías que, al final,
ibas a enseñarme sin querer
la lección más profunda:
Que camino mejor cuando nadie me guía.
Que la libertad pesa menos que la ilusión.
Que la calma está aquí,
sobre este pavimento simple,
bajo este cielo sin constelaciones.
Después del revolcón de ola que me dio, me sacudí la arena, me limpié las rodillas sangrantes y seguí caminando con una ligereza nueva: la ligereza de quien toca tierra firme después de meses de mareo.
Supongo que esta es mi verdadera historia: no la que escribí llorando entre olas, sino la que cuento ahora, con los pies bien puestos en el suelo.
Porque sobrevivir al mar y una ola traicionera es una cosa. Caminar —y patinar— sola es otra.
La próxima vez que me tropiece,
no será porque alguien me soltó.
Será porque estoy avanzando.
Y el equilibrio no viene de quien te sostiene,
sino de los músculos que tiemblan cuando decides soltarte.
El equilibrio, al final, se aprende a solas.
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