Hay tantas cosas que quiero lograr y, a veces, me siento diminuta, como si el mundo quedara lejos y yo caminara de puntitas, casi silenciosamente. Pero de pronto aparecen señales —detalles mínimos, casi invisibles— que me recuerdan que no soy la misma, que sigo avanzando, aunque no siempre lo note.
Hace unas semanas fuimos en familia a ver a Ruko.
Bailé. Canté. Mi cuerpo supo lo que yo todavía no: estaba completa.
Estaba feliz.
Vi a lOlO bailar y disfrutar y me llené tanto de vida. Reí con ganas cuando me lanzó “ojos” porque preguntaron quién iba de soltera y yo levanté las manos sin pensarlo.
Ahí, en ese instante, no hacía falta nadie más.
Luego mi mamá, con esa claridad que solo ellas tienen, me dijo: —Nunca te había visto tan feliz.
Me sorprendí. Yo siempre me creí feliz.
Le hablé de rutinas, de contextos, de cómo Ruko siempre me hace bailar.
Ella negó con la cabeza: —No. Irradias. Contagias. Brillas. Te mueves, nadas, patinas, te encuentras. Tienes otra vibra. Estás hermosa.
Reí. Le dije que exageraba, que era mi mamá, de qué otra forma podía verme.
Pero no fue la única.
Días después, en el spa, mi esteticista —mi lectora de piel y de alma— me miró distinto.
—¿Qué te estás haciendo? Estás más bonita. Le conté lo de mi mamá.
Ella sonrió como quien confirma una teoría: —Es el movimiento. Estás oxigenando tus células. Tu cuerpo lo sabe. Y además… Ya te liberaste. Estás On Fire.
Luego vino la montaña.
La bici. La bajada sin frenos. Piedras, velocidad, carcajadas.
Miedo y felicidad corriendo juntos.
Me dijeron que no pudieron alcanzarme.
Yo iba ocupada sobreviviendo, dejándome llevar, pensando que frenar era más peligroso que confiar.
Me di cuenta de cómo me reía y cerré la boca por un segundo: si me caigo, me quedo sin dientes.
Después volví a reír, imaginándome desdentada, libre, feliz.
Una loca desatada.
En otra aventura, una moto.
Un desconocido.
Mis brazos aferrados a su espalda —y a la vida.
Baches, tráfico, velocidad.
El pánico quiso entrar, pero me concentré en mi sombra:
Mi pelo volando.
Mi vestido vivo.
Me refugié en una fantasía para atravesar la realidad.
Llegamos.
Bajé temblando.
Agradecida. Con Dios. Con la vida.
[Y otra vez, curiosamente, el spa, como un ritual de aterrizaje]
Y pensé:
¿Será esto lo que los demás ven en mí? La belleza, la vida, la libertad... la felicidad y plenitud que siento.
Semanas después, al despertar del sueño que estaba viviendo, el espejo me devolvió un rostro gris.
Me dolió. No quería perder la luz que había vuelto a encontrar.
Hoy sé que no era él.
Era yo.
Aprendí.
Y desperté.
Agradezco tanto haber vivido ese sueño
pero también que no se haya quedado.
Fue perfecto así.
Me quedo con lo bello.
Él... que sea muy feliz.
Y ahora patino.
Ayer hicimos cuentas,
siento como que tuviera todo el año patinando,
pero han sido como dos meses constantes.
Uno y medio en quads y dos semanas en línea.
Patino como quien confía.
Conozco personas nuevas,
caminos que antes no me atrevía a ver.
No sabía lo que significaba que me llamaran
“Quads sin miedo”
hasta que me calcé los patines en línea.
Entonces entendí la osadía.
El miedo no se fue,
pero ya no manda.
Me descubro un poco más hábil
—aunque todavía caigo y me levanto—,
un poco más ágil,
y mucho, muchísimo más veloz.
Sigo aprendiendo.
Pero esta vez,
aprendo en movimiento.
Este año, lo digo con el corazón abierto:
el balance es bueno.
Perdí lo que tenía que perder.
Lloré lo que tenía que llorar.
Me rompí para desbloquearme.
Hacía tanto que no sentía
que necesitaba volver a la vida
aunque fuera desde las lágrimas.
Y me reí.
Me río.
Seguiré riéndome.
Aunque un día me quede sin dientes.
Jajaja.
| "Quads sin miedo" |
0 Comments