En esta época pienso mucho en Vicente. O pensaba… hasta que un día me mandó al diablo con mis cobijas y mi corazón de pollo.
No sé desde cuándo está ahí. Mi cerebro no registra periodos de tiempo; no puedo decir si las cosas pasaron hace una semana, un mes o diez años. No registro esa dimensión. Ja, ja.
Entonces, solo sé que un día pasé y estaba un muchacho instalado ahí en la banqueta, su nuevo hogar. Alguna vez lo vi con una casa de campaña… luego nada.
Es un lugar recurrente. Me queda de paso para ir a casa de mi mamá o a la vieja zona zapatera de la que he de ser una de las clientas más frecuentes; porque sí, además de plantas y libros, mis vacíos más profundos se llenan con zapatos.
Siempre que lo veía, notaba alguna novedad que me alegraba, pero a la vez terminaba con el corazón apachurrado.
Un día le conté con emoción al Ente:
—¡Se hace looks! ¿Quién le cortará el pelo? ¿Y a cambio de qué?
Eso me dio cierta alegría. ¿Será vanidoso? ¿Será que siempre quiere verse diferente? ¡Qué estúpida!
Luego, noté que colgaba sus cosas en un tubo que estaba arriba de donde dormía —era como el soporte de la cortina del local abandonado hace siglos—. Veía que, si era por la mañana y no estaba en su lugar, sus cosas estaban colgadas y las cobijas en el piso, bien dobladas. ¿A dónde irá? Es ordenado, pensé.
Siempre lo veía solo y en silencio. Pensaba que no era como otras personas que se ven en la calle, hablando solas o perdidas en el alcohol… o en otras cosas.
Un día lo encontré unas calles más adelante, barriendo muy enérgicamente. ¡En chinga!, muy concentrado. Otra vez le conté al Ente con emoción:
—¡Barre! Tal vez le dan monedas y con eso come. Y también ha de barrer en una barbería, y por eso seguido tiene looks diferentes.
Muy estúpido de mi parte.
Como siempre, el Ente se limitó a poner los ojos en blanco con mis anécdotas. A mí se me alegró el corazón, porque pensé que al menos tenía una fuente de trabajo.
Llegué a hartar al Ente con mis anécdotas. Creo que un día me dijo que si estaba enamorada de él. Ni al caso. Solo me hubiera gustado ayudarlo, y me alegraba con algún detalle que notara.
Una vez pasé y —muy estúpido de mi parte otra vez— le aventé un paraguas. Se veía una nube negra, gigante.
—¡Va a llover! —le grité.
—Gracias —contestó.
Otra vez mi alma se alegró: habla.
Un día pasé y tenía un pedazo roto de espejo. Me alegré: ¡Hasta tiene espejo! La alegría me duró poco. Otro día, vi cómo se hace sus looks: lo vi arrancarse el pelo a puños. Otro día, con unas pinzas para las cejas. Se me rompió el corazón.
Después, lo encontré con heridas… como golpeado. ¿Cómo es la vida tan hijueputa con algunas personas? Otra vez, el corazón roto.
Un tiempo llegó a tanto mi pesar que casi no podía dormir si hacía frío o llovía, pensando que el chico estaba a la intemperie. Intenté conseguir con las asociaciones un catre para dormir. Si yo no podía ofrecerle un techo, al menos sí una opción más cómoda para que no durmiera a pelo en el suelo: frío, mojado, calor o lo que fuera…
No pude conseguirle el catre, así que le compré uno. Pasé y se lo dejé:
—Te traje esto —le dije.
Abrió los ojos como platos y contestó:
—Gracias.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Vicente —me contestó.
El Ente me dijo que lo iba a vender o se lo iban a robar. Quedaron pendientes unas cobijas que no me entregaron. Días después fui a dejarle las cobijas y… ¡sorpresa! No tenía el catre. Dejé la bolsa jumbo en el suelo y le dije:
—Te traje unas cobijas.
Me respondió:
—No, muchas gracias. Así está bien.
—¡Son nuevas! —le contesté.
—No, muchas gracias… así está bien.
Y dejó de verme.
Se me apachurró el corazón… Me largué con todo y mis cobijas. Luego pensé: No quiere caridad ni mugrero. Y me alegré: sabe lo que quiere. Al final, entregué la bolsa a otro señor instalado afuera del Hospital Civil… e hice que otro lo peleara porque también quería cobijas. Los dejé que se arreglaran y me fui.
El Ente dijo que seguro vendió el catre para conseguir drogas.
—Estás loco —le dije—. No creo que se drogue.
Pero otras veces que he pasado, lo he visto como en un brote psicótico… no sé si de salud mental, de drogas o de escape de la cruda realidad.
Tengo miedo de pasar y que un día Vicente ya no esté ahí. De que me acabe de volver loca y de que me olvide de lo importante.
Vicente sigue ahí. Aguantando las inclemencias del tiempo y de la puta vida. Pensar en él me hace poner los pies en el suelo. Me restriega en la cara lo afortunada que soy y que seguir llorando por lo que no fue es fútil, tan vacío como superficial. No vale la pena. Lo sé. Todavía no quiero curarme… pero está pasando. Qué puto horror.
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