San Google había anunciado el apocalipsis: nubes negras, truenos y relámpagos. El diluvio universal que yo necesitaba para ahogar lo que quedaba de mis penas. Pero la vida, con su humor sarcástico, me tendió una emboscada de luz: todos los días de la semana amaneció un sol brillante, un calor envolvente y unas playas turquesas, desiertas, como reservadas solo para mí.
Si ya era difícil sacarme del agua, ahora, con mi entrenamiento casi diario, me convertí en criatura marina. Un día más y habría despertado con escamas. No nadaba como profesional, pero flotaba con una confianza nueva, como si el mar me sostuviera un poco mejor. Mis acompañantes entraban y salían; yo permanecía allí, abrazada por las olas.
De regreso al hotel, por primera vez en mi vida, me metí a la alberca. Fue divertido hasta que el cloro declaró la guerra a mi bikini favorito, ese que combinaba con vestidos de espalda descubierta. Lo dejó irreconocible. “Malditas albercas de cloro y caldo de cosas”, pensé, mientras respiraba hondo para contener las fobias que amenazaban con salir a flote.
Una tarde, confié mis tristezas al mar. Estaba en la orilla, el agua tibia acariciándome los pies, el horizonte pintado de azul perfecto y yo llorando con la garganta cerrada. No supe qué ardía más, si la sal del mar o la de mis lágrimas. El sonido de las olas se tragaba mis rezos, mientras que la alberca, con su silencio y su cloro, me recordaba el otro extremo de la vida: dos mundos opuestos, y yo en medio, partida entre el dolor y la belleza.
Pensé en mis metas del año: patinar, bailar, aprender a nadar, conseguir plantas exóticas para la colección, tomar un taller de cerámica, reconectar con quienes amo. Algunas las logré, otras se quedaron a medias...
- Volver a patinar: Hecho. con señor sentonazo incluido.
- Volver a bailar: Hecho. Al principio costó encontrar el ritmo, pero mi pareja era experta… una nada más se deja llevar y me hizo volar.
- Aprender a nadar: Regulis. Sigo flotando más que avanzando.
- Monstera variegada: Súper hecho (hasta dos, por si acaso). Mi hermana me regaló la más bella y gigante: “Toma, pa’ que no estés triste”, me dijo. “Seguiré llorando, pero contenta”, le respondí.
- Adelgazar para volver a ver y besar a mi amigo: Triple tache. Seguiré siendo un delicioso pan dulce. Él se lo pierde.
- Tomar un taller de cerámica: Hecho. Me hice una maceta con cara de ovni. Fui tan feliz.
- Pasar mi cumple en el mar → Hecho. Una semana de felicidad casi pura. Comida rica, apapachos, risas… y de vez en cuando, le devolví al mar un poco del agua que me tragué en un revolcón de olas. Limpiando el alma y confiándome al mar, que me abrazó con cariño.
- Ver luciérnagas: Hecho. Un milagro en la oscuridad. El hotel en la playa estaba súber bonito, aislado, enterrado en una especie de jungla. Yo ya estaba acostada —no sé si dormida— cuando me llamaron: “Sal a ver”. Me levanté con floreja… y entonces, lágrimas. Ahí estaban: cientos de luciérnagas iluminando mi noche. Qué regalo tan bonito me da la vida.
- Un atardecer en el mar: Hecho. Semana completa de atardeceres de postal. Uno en particular parecía sacado de una película de ciencia ficción —creí que un ovni me llevaría—, pero no. Me dejaron tirada ahí, para poder admirarlo. Y lloré, claro. ¿Será que con los años se nos rompen los empaques de los ojos y las lágrimas se salen sin esfuerzo?
- Reconectar con lOlO → En proceso. Hasta la natación nos une ahora. Estamos volviendo a ver Malcom in the Middle juntos y nos morimos de risa. Soy tan feliz.
- Divorcio: Ni hablamos. No lo veo con dolor, sino con gratitud por todo lo bueno que me dejó. Y por el regalo más hermoso: lOlO, el niño más noble del mundo.
- Soltar: Aprendiendo, resignificando, entendiendo, calmando.
- Abrir puertas: No lo sé Rick. Siguen bien cerradas... no están listas, ni aunque estén llamando.
Descubrí que a veces no importa tanto cumplir, sino atreverse a intentarlo, dejar que la vida sorprenda: en un atardecer de ciencia ficción, en el vuelo de luciérnagas sobre la oscuridad, en una maceta de barro horneado con cara de ovni, en la risa compartida con mi hijo, en el mar que se tragaba mis llantos sin reproches.
De vuelta a la realidad, llegaron mis exámenes de natación: tres en una semana, dos reprobados, uno pendiente. Lo conté entre risas, con la misma ligereza con que recordaba mis panzazos épicos. Si hubiera sabido antes que fracasaría, quizá no habría disfrutado tanto del agua. La ignorancia, a veces, es una forma de felicidad.
El mar, pensé, es mi mejor amigo.
Y así me descubrí: mitad sirena, mitad piedra que se hunde. Pero una piedra dorada y feliz, sostenida por el amor de los míos. ¿Se puede pedir algo más en la vida?
Felices 44, vida, gracias por tanto. |